lunes, 24 de julio de 2017

Los Ángeles

Hace unas semanas estuve en Los Ángeles. Los que saben te van a decir que en esa ciudad no se te ha perdido gran cosa y es verdad. Dan pereza las tropecientas mil quinientas horas de vuelo y las ásperas colas de inmigración, llegar con la cara del revés y el cuerpo apabullado para alojarte con mucha probabilidad en uno de esos mamotretos del downtown, tan difíciles de distinguir desde dentro.

Lo que pasa es que es una ciudad ideal si tuviste una infancia a ratos en blanco y negro, si veíais pelis que edulcoraban como nadie el American Way Of Life y si al menos una vez en tu vida has desafiado al madrugón para quedarte a rellenar la quiniela de los Oscars en la casa de unos amigos. Yo soy de esas. Y vengo de una pequeña estirpe de esos.

A mediados de los ochenta mi padre recibió el encargo de escribir un guión y le enviaron a Los Ángeles en el intenso verano del 84. El de los Juegos Olímpicos. Cuando volví de vacaciones me contaron que estaba allí. Ni siquiera hoy tengo claro qué demonios de proyecto le catapultó a Hollywood, ni nunca vi nada parecido a un resultado. Pero mi padre vivió unos tres meses en Los Ángeles y muchos años después aún musitaba con frecuencia recuerdos de Sunset Boulevard y de no se qué hotel en Venice.

Imagino a aquella California de los ochenta pletórica de palmeras vigías entre las que patinaban mujeres enfundadas en lycra de neón, precursoras de los evangelistas de la quinoa y el yogilates. Imagino a mi padre escribiendo algún diálogo rápido a mano, le veo escudriñar el horizonte arrugando la nariz y pensando en la suerte que tenía.

Cuando yo viajé por primera vez a California eran otros tiempos. Volé al Los Ángeles de Bush Jr, una ciudad mucho más pragmática y resabiada, lejos de los años locos. Para la niña que había sido era emocionante subir la cuesta que te lleva al observatorio del parque Griffith y tratar de capturar al fantasma de Natalie Wood en la escena del planetario. Yo también pensaba en la suerte que tenía.

Después de mi primera vez he vuelto varias más, siempre por cuestiones de trabajo. Hace unas semanas estuve allí de nuevo: es una colección de lugares comunes y tiendas clónicas a las de Oxford Street o Carabanchel Alto. Siempre hay un atasco aterrador en alguna parte y los patinadores siguen circulando por Malibú, Venice o Manhattan Beach. Pero Los Ángeles se agarra a ese aura que debió ver mi padre en el verano del 84. El mismo magnetismo que conquistó a Draper en la piscina del hotel donde tomaba copas medio trajeado al sol. Y puede que sea verdad que no se te haya perdido gran cosa en Los Ángeles, pero yo no podría dejar de ir.

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