martes, 16 de junio de 2015

Las páginas


He perdido la cuenta de las mudanzas. Antes daba la cifra de las veces que he metido cosas en cajas como si al superar las catorce me fueran a dar el estatus de oro en la tarjeta de Air France. Con la experiencia he ganado puntos de paciencia y visión espacial pero hay algo en las últimas mudanzas que no cambia. Salón tras salón, los libros que coloco en la estantería son siempre los mismos. 

Fui de las primeras en lanzarme al kindle porque ya era cinturón negro de amazon y así me ahorraba un hermés al año en gastos de envío. De ahí a la tablet porque total para qué voy a usar un dispositivo para cada cosa. He devorado novelas, libros de economía, alegatos feministas y hasta cuentos infantiles sin darme cuenta del número de páginas que había en el menú o si la portada era azul índigo.

Me zambullo en el debate digital-analógico y despliego mi origami de argumentos: la pantalla se lee perfectamente, puedes llevar el equivalente a la biblioteca de Alejandría en el bolso y encima incluye un sistema de recomendación basado en tus (mis) erráticas lecturas.

Vuelvo a mirar la librería del salón. Los mismos de siempre. Los hay que amarillean y palidecen al lado de la insultante juventud de los lomos de Douglas Coupland. A veces pongo algunos de frente, en un escaparate frívolo y pretencioso para que veas qué bonita es la cubierta de El Diario de Frida Kahlo y la delicadeza de La Educación de un Hada. En la parte de arriba veo aquel precioso McInerney que me regaló Hugo en un cumpleaños y las ediciones disfrazadas de literatura adulta que lanzaron de Harry Potter. No verás ahí Las Correcciones de Franzen, la primera parte de Mi Lucha de Karl Ove nosécuaántos ni tampoco la bonita foto de portada de Just Kids de Patti Smith. 

Mi libro electrónico no huele a nada, no se hojea, no compite con la edición anotada de Alicia que hay junto al retrato en blanco y negro de mis padres. Mi libro electrónico es hijo de un dios menor, una comodidad necesaria que me hace el apaño, pero que no insonoriza la pared ni será nunca acelerador de conversación en un aeropuerto. Mi libro electrónico no se viene conmigo a la playa y Pita no lo vende en su Tienda de Palabras. Seguiré llevándolo encima y cargaré ahí la segunda y tercera parte de Karl Ove Knausgaard pero lo cierto es que el domingo pasado fui a la Feria del Libro y me compré un ejemplar medio roto de El Bello Verano de Cesare Pavese. Para la playa. Y mi librería.

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