martes, 16 de septiembre de 2014

La conversación

Fuimos inseparables durante mucho tiempo. Más o menos la mitad del tiempo. La mitad de su tiempo. 23 años por la mitad no llegan a 12, una jornada milenaria en horas que ocupamos creciendo uno al lado del otro, jugando a los clicks, escuchando música -desde Los Inhumanos hasta Nirvana- pero sobre todo hablando.

Nos conocimos recién soltados los pañales y juntos atravesamos esa EGB de la que hablan ahora los nostálgicos. Después vinieron las confidencias y el acné, la loca etapa del instituto (él en uno, yo en otro, comunicados por un cable de teléfono rizado y gris) y las primeras salidas nocturnas. El se enamoró tantas veces como yo y su gran flechazo fue la guitarra negra que presidía su habitación. No era su novia pero también me sentaba en el suelo del local de ensayo. Me daba collejas cada vez que yo proclamaba que el disco de Rosario molaba. Se reía de mis chistes por terribles que fueran. Y siempre me hacía un hueco en su casa.

No le gustaba el café y hasta en la facultad se pedía colacao antes de entrar en clase. Su facilidad para hacer amigos rivalizaba con la mía, y esa manía que aún tengo de juntar a todo tipo de tribus en las fiestas era uno de mis defectos que más le gustaban.

Hablábamos. Por teléfono, por carta cuando me fui a estudiar a Canadá (y él al medio oeste americano). Hablábamos tanto que se nos acababan las horas y las noches, pero nunca los temas. "Ojo con la primera copa, que si ésta entra bien, la juerga va a ser infinita". Yo me reía y él me miraba, cómplice, y seguía con sus letanías: "Camina más recta, que yo soy muy alto y a ti te favorece pisar fuerte". Y seguíamos hablando. Hasta que un día de enero la conversación se cortó. Para siempre. Aún hoy siento la patada en el estómago de ese día. Aún hoy quiero retomar la conversación.

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